El arte de perderte

Jezzini
4 min readSep 24, 2019

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Lo bueno entre todo lo malo fue que tu partida coincidió con la llegada del verano. El frío, ese que marca ausencias, se ha ido contigo como siguiéndote los pasos. Y yo me he quedado aquí, en el calor que nos regaló la primavera y con el sudor que me escurre y a media noche me despierta.

Las noches se volvieron cortas; carcomidas, en su mayoría, por el pensamiento hambriento de mi reflexión obsesiva: ‘¿qué nos pasó?’. Me pregunto sin la intención de reparar lo que rompimos. Le reclamo respuestas a mi cabeza sin llegar a ninguna parte.

Que te fueras cuando llegó el verano me ha hecho comprender una cosa: que quizá un corazón roto pesa menos si lo dejas sangrar en temporada de cerezas.

He vivido en los últimos meses una lección sobre cómo superar. Mis días han sido una sesión de sanación experimentada, en primera estancia, desde un ángulo de definición. Superar no es olvidar. Es algo mucho más tenaz que el idílico escenario que ofrece la amnesia (te olvido y te vas a la mierda). La superación es un acto de evaluación, casi de diagnóstico y de reconstrucción en amor auto-dirigido: como el dentista que destruye más profundo de lo que una bacteria pudo lograr, todo con el objetivo de resanar.

Contra toda intuición, existen heridas (en este caso las del corazón) que para poder sanar, hay que entrar de lleno y hasta más allá de lo que el dolor inicial pudo dañar.

Cuando uno no decide terminar un amor, el dolor es tormenta en la capital. No podemos controlar lo que tiene fuerza propia y voluntad. Rumbo y propulsión también. Cuando el tornado llega a destruir, la ciudad no se cuestiona la condición meteorológica que provocó dicho fenómeno. No. Al inicio, cuando el cielo se vuelve negro y el viento presume a gritos su ubicuidad, existir se reduce a aceptar y sobrevivir. Dejar pasar. Protegerse. Llorar. Aceptar mi nueva realidad sin entrar en cuestionamientos o falsas esperanzas fue un reto colosal.

Un tiempo después, cuando del aire surgió resignación y el dolor de tu partida se esfumó con las lágrimas, algo en mí aún añoraba la naturaleza distinta de tu afecto.

Es por ello que me di a otros cuerpos para sentirte más lejos. Pero en el relieve de aquellas pieles seguía topándome con tu reflejo. Sin quererte conmigo, continuaba pensando en función de ti. De nosotros, quizá. De la profundidad emocional que tuve contigo replicada en alguien más. Y este instinto de quererte en otro ser me hizo mucho mal. Me recordó lo lejos que ahora estás y lo cerca que algún día estuviste. Entré entonces en esa frustración de no entender mis propios deseos: el ciclo de no te quiero a ti pero te quiero en cuerpo.

Fue en este momento que el amor me pareció más complejo que nunca: un efecto tan abstracto pero similar al camaleón que sin querer mudó de piel. ¿Cuál de esos dos es el amor? ¿La felicidad que algún día compartimos o la rabia que siento al recordar que huiste de mí? Y me prohibí indagar más la naturaleza del amor por miedo a perder la razón. Miedo a enloquecer y salir al balcón a gritarle a los amantes de esta ciudad que entre magia e ilusión, el amor es un embrujo.

En este espacio de haberte perdido y ya no quererte conmigo; en este espacio en el que habito un cuerpo que sufre de tu magnetismo, entendí que todo estaba en la proyección. En el saber que merezco un amor que no me pesará en la piel como un día me pesaste tú. Y que si voy a llorar, le lloraré a un amor que valga la pena; porque amo a quien me ama y no a quien me duda.

En mi infancia, cuando todavía le temía a la oscuridad, mi madre me decía que aunque los focos se apagaran, siempre quedaría la luna. Distante pero presente, brillando. Y por años dormí en una oscuridad que me parecía chiquita, sabiendo que allá arriba la luna brillaba esclareciendo lo que no podemos ver. La oscuridad de mi recámara perdía entonces su sentido.

Estoy aprendiendo que este animal mío, este cuerpo que ahora te llama, es más apego que naturaleza. Es más instinto que configuración. Es decir: mi corazón busca aquello que conoce y valora, aquello a lo que yo lo he acostumbrado. Y tu partida duele por síndrome de abstinencia y no por amor. De poco a poco siento a mi cuerpo abandonándote; caminando hacia otras realidades misteriosas pero más prometedoras.

Ya no te amo, viejo amor. Porque a pesar de que esta piel a veces siente tu falta, ya le estoy enseñando sobre el arte de perderte. Y quizá un día cercano, sin siquiera darme cuenta, dejaré de pensar en ti como algún día dejé de pensar en la luna de mi infancia, aquella que me iluminaba desde arriba para no temer. Porque si yo a este cuerpo le enseñé a olvidar la oscuridad, también le puedo enseñar a olvidar un amor que no fue.

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Jezzini
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