Llevo días buscando en internet cómo dejar de soñar. Escribo en el buscador “cómo dejar de soñar tanto reddit”. Me encuentro con ese lado del internet que hasta una embolia la quieren aliviar con mindfulness. Intento otra vez. Diferentes palabras. Mismo desespero. No sé si desespero. Hay algo de desesperación en mi tecleo, sí, pero tampoco exagerado. No es un grito de ayuda; diría yo que es más como una voz alta pidiendo rescate, como me imagino que se ahogaría un oceanólogo en el Atlántico… de cierta forma contento de que sea una vieja obsesión y no cualquier pendejada la que le esté apretando la garganta.
Yo quiero que mi cerebro, sobretodo durante la noche, le pare a la ficción. Pero el tema es que no tanto tampoco. No quiero dejar de soñar completamente. Me da miedo. Es que tienes que entender, tú que estás leyendo esto, que yo le debo algo a los sueños. Tengo una deuda con ellos que me hace, como a quien dios le ha concedido un milagro, a veces odiar un poco el cielo.
Cuando empecé a escribir escribía sobre lo que soñaba. Estaba en la primaria y nada en el salón ni el patio parecía atraparme. Nada me interesaba. Recuerdo vivir siempre aburrido. La mesa de los niños me provocaba una hueva y la de los adultos también. Escribía entonces sobre lo que pasaba cuando me iba a ese más allá en mi cabeza. Un lugar que para mí a esa edad, era una mezcla entre lo que vivía en carne y lo que vivía en fantasía.
Un día en la sala de espera del consultorio de mi papá vi una señora con un pie diabético. La piel de su pie estaba negra. Como muerta. Venía a que le arrancaran un dedo. La señora en voz baja repetía “las llamas, las llamas”. Me aterré. Mi papá después me explicó que ella sólo describía su dolor. Le ardía el pie. Y yo recuerdo soñar esa noche que la señora se iba al infierno sin morirse aún. De poquito en poquito. Condenada al infierno pero en vida. Empezando por el pie y después hacia arriba. Las imágenes del sueño, crudas y crueles, hicieron que me despertara a las 2 de la mañana respirando fuerte. Me forcé a volver a dormir sin decirle a nadie. Es que en mí había una culpa por haber soñado con el infierno. Decidí callarme y no decir nada en mi casa, hasta encontrar a alguien de confianza.
El siguiente sábado, en catecismo, le conté a la Madre Jessica de la Parroquia del Buen Pastor lo que había soñado. Le pregunté que por qué no soñaba con el cielo. ¿Por qué el infierno? Y no me acuerdo qué me dijo pero seguramente alguna mierda que hizo que me tranquilizara. Porque no me acuerdo más de ese asunto. También le pregunté si la viejita del pie negro se estaba yendo al infierno, que si la gente se podía ir al infierno sin morirse. Y tampoco recuerdo qué me dijo pero seguramente alguna mierda que me tranquilizó. Porque no me acuerdo más de ese asunto.
Muchos años después, como a los 17, escribí un cuento sobre una vieja que se iba al infierno de poco a poco, sin haberse muerto aún. Y la historia ni me acuerdo bien de qué iba pero creo que ella se vengaba de todo quien le había hecho mal para que se fueran al infierno antes que ella. O algo así. Gané tercer lugar en un concurso de cuento corto. Me mandaron un diploma impreso en opalina y una tarjeta de 600 pesos para librerías Gandhi que ni siquiera había en mi pueblo y la tuve que guardar hasta que fuéramos a Monterrey otra vez a visitar a mi abuela.
Recuerdo que el tercer lugar me dolió. Yo creía merecer el primer lugar pero en esas épocas, como ahora, escribía sin saber usar bien el punto y coma. Y me resigné a pensar que seguramente el cuento que ganó el primer premio estaba escrito con un buen uso del punto y coma. Y está bien. Porque yo no quería, ni quiero, aprender a usar el puto punto y coma. Pero en ese entonces pensaba, y sigo pensando, que mi cuento era superior en planteamiento. Sobretodo porque el cuento ganador se trataba sobre unos niños buscando un calcetín metiéndose a una lavadora y terminando en otro mundo. Sorry pero eso era claramente plagio de Narnia y aparentemente NINGUNO de los jueces lo notó. Pero yo sí. Ya no importa. Lo superé como un año después (creo).
Escribo sobre esta historia que es una de varias donde lo que sueño me ha llevado a explorar algo. No forzosamente a escribir cuentos que ganan concursos porque eso solo pasó una vez. Pero he tenido otros sueños (muchos y no todos tan horribles) que me hacen pararme en la mañana más interesado en el allá que en el aquí. Y me mantienen, de cierta forma, en un lúcido entre los dos. Menos aburrido. Más entretenido.
Pero el problema es que no descanso. Que sueño y sueño y sueño y sueño y sueño y sueño y me levanto puteado. Como saliendo de ver una de esas películas que recomienda tu amigo con licenciatura en cine donde todo es contemplativo al incio y muy lento y laaaaaaargo y los planos de la nada se vuelven experimentales y la trama explota e implota en esperanza de probar algún punto argumentativo y terminas sin entender nada y un poco cansado y pensando que tu amigo que estudió cine puede a veces llegar a ser un poco pretencioso porque sabes que disfrutó Intensamente 2 pero nunca habla de eso solo habla de su gusto cinematográfico refinado y nicho y nunca de lo comercial. Así sueño yo. Un caos en una cabeza.
Dime tú, que leíste hasta aquí y ahora sabes más de lo que hablo, si no le debo algo a mis sueños. Dime si es egoísta de mi parte querer pedirles que se calmen. Porque siento que es como pedirle a alguien que pare de sonreír. O mejor dicho: decirle a alguien que tiene una fea sonrisa. Convencerlo de que algo que se siente tan bien le sienta mal. Pues así me siento yo: creo que me convencí de que soñar es algo malo.
Pero no.